“Un hombre que se revuelve en su cama

desata toda su pasión en el puñado de claveles machacados,

por el que despierta coraje y pierda interés,

recoge las flores caídas por su repecho en la noche.

 

“Mamá, ¿dónde  está mi abrigo de luz?

¿puedes sentarte y darme calor?

¡Quiero ver el camino de doradas hormigas

 que con  muerdos infantiles alimentan mi amor!

¡Necesito ese hormigueo de paz en mi barriga!”

​

Pero, ¿Qué mira y qué piensa cuando se le cae el cielo?

¿Qué extraña al mecerse en la hierba?

​

Que carezca de un corazón asalvajado

evitará que cambie su visión del mundo

tan periférica, transversal, oblicua y del revés.

Su mamá diría:

“Que se ría sin sonrisa, que no masacre sus pies.”

 

Él camina por el sendero como un coyote

que aúlla a la Luna después de cazar por el desierto

sin más suerte que hacer llorar a las ratas,

amar a los árboles y admirar las estrellas.

 

¿Qué mira y qué piensa cuando se le cae el cielo?

¿Qué extraña al tumbarse en la tierra?

 

“Te quiero. Te amo. Subiré a la tierra a por ti.

Me refregaré y frotaré en soluto de infusiones.

Pescaré el aroma que estrangula tu carne.

 

Vosotras que nos miráis sin cariño desde el firmamento,

que odiáis el corazón por no tenerlo

y que rozáis el cielo sin poder alcanzarlo,

supongo que me entenderéis...

¿Podéis vivir sin explicar la razón de estar a su lado?

Como yo la amo, supongo que la amáis.

Sé que os apasiona su manto de luz, mis estrellas…”

 

Finalmente, a sí mismo se dice:

“Niño, duerme, sueña y no pienses,

y que tu luz sea la que descubra que el amor de la Luna

es el único amor que vuelve cuando abandonas la cuna.”